Me gustan los charcos. Usar botas de goma y el vértigo de descubrir cuan profundos son al pisarlos. Si me dan a elegir entre una playa y un pantano creo que prefiero la humedad y el repelente de insectos.
Me gustan las lluvias de verano, el refresco en el aire, ese alivio que deja respirar. Que llueva mucho, muy rápido y que todo se inunde y se pierda el control. Las personas evidencian su lado más animal, sintiendo el aviso del cielo para buscar refugio.
Me gusta el olor de la tierra húmeda, me gusta saber lo que significa. Es el olor de la vida y la transformación.
Siempre tengo ganas de que haga calor y salir a caminar a la sombra de los árboles. Pero vivo en un departamento, en una ciudad enorme, sin espacios naturales.
Creo que, por eso, también, me gusta pensar en mis plantas como ecosistemas enmacetados, pequeños mundos individuales que, en conjunto, se transforman en un sistema más complejo y colectivo.
Solo por diversión me gusta repetir este proceso hasta llegar al planeta entero: el ecosistema jardín de Janis, el ecosistema La Paternal, el ecosistema CABA, el ecosistema Delta e Islas del Paraná, el ecosistema provincia de Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, Continente Americano, el ecosistema Planeta Tierra.
Y sigo.
Ahora ya no es ciencia, es imaginación, pero sigo. Pienso en el ecosistema de nuestro sol, en el de la Vía Láctea, nuestra galaxia, el supercúmulo de Virgo y así avanzo hasta llegar a los multiversos inconmensurables donde aún logro encontrar un hilo conductor y conector de todo lo que existe y todo lo que es.
Entiendo al jardín como un templo y una escuela, un lugar sagrado y de aprendizaje. Veo sus procesos y a sus habitantes como los maestros que sin esfuerzo y desinteresadamente exponen sus lecciones día tras día para quienes quieran prestar atención.
El jardín es, también, una invitación. Con su simple existencia nos propone ir más despacio y acompasarnos a los ritmos de la naturaleza. Nos recuerda que somos parte de esa naturaleza y que sus ritmos son, también, los nuestros.
La vida cerca del jardín nos propone reeducar nuestra mirada para cambiar la perspectiva y así, aprender a observar los ciclos naturales y dejarnos maravillar por su simpleza. Porque simple no es aburrido, ni básico, ni insulso. Es una simpleza majestuosa, que sin ningún apuro o esfuerzo trasciende y desafía lo que nuestra mente humana quiere encasillar, categorizar y mecanizar.
En el jardín volvemos a ser lo que fuimos antes de olvidarnos de ser una parte de él, antes de perder de vista nuestro rol participante. Algunos logros como especie, un par de domesticaciones y nos creímos protagonistas, cuando sólo somos actores de reparto. Y es que a pesar de todos nuestros logros debemos nuestra existencia a los 10cm de tierra fértil superficial y al hecho de que llueve.
Es que en el jardín y frente a la naturaleza no podemos más que estar presentes. Las voces que nos exigen desde el futuro y las que nos recuerdan desde el pasado se quedan en silencio dándole espacio al yo de acá y ahora.
Y se transforma la mirada y el deseo, que, despojado del peso del tiempo, se ve claro delante.
Aprendí del jardín a apreciar el arte de los procesos, la magia lenta de la naturaleza, la habilidad de percibir lo relativo del tiempo. Aprendí un nuevo significado del respeto y la importancia de entender el propio lugar.
Aprendí que “todo es sagrado y nosotros también”.
La poda de invierno me enseñó que cada tanto y regularmente es saludable sacarnos un poco del peso del pasado de encima y que, si lo hacemos bien, y a consciencia, eso estimula el sano crecimiento.
El compost me enseñó que ese peso que podemos sacarnos de encima, por más duro y viejo que sea, puede degradarse y reducirse hasta sus partes fundamentales. El tiempo y el trabajo lo transforman en abono que se pone a disposición para ser reincorporado como alimento y potencia para seguir viviendo.
El jardín es un espejo, un fractal de la vida.